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Mundos íntimos. Tres personas vieron en mí talentos que yo ignoraba y me mostraron otros caminos. Hoy los quiero recordar

El abuelo Carlos

Ignoro cómo «lo vio», pero mi abuelo intuyó o detectó como pocos el itinerario de mis pasiones futuras. Ese a quien todavía llamo abuelo Carlos solo compartía el mismo nombre de pila con mi abuelo biológico: el primer Carlos murió de cáncer cuando mi madre todavía no había cumplido los nueve años. Este abuelo Carlos se casó con mi abuela cuando yo estaba en primaria. A él le debo tres obsequios fundantes para mi(s) vocación(es), recibidos cuando era muy chico.

El primero de ellos, por extraño que suene, fue un libro de actas. Tal vez me vio escribiendo historietas en hojas sueltas o tomando notas en algún bloc o imitando las tiras originales de papel vegetal del Cine Graff para proyectar mis propias viñetas en las paredes, no lo sé; pero lo cierto es que un día me regaló ese libro de actas y ahí empecé a escribir las historias de un robot superhéroe (que le debía bastante al robot de “El planeta prohibido”, “El niño invisible” y “Perdidos en el espacio”) mezclando textos manuscritos con imágenes dibujadas a pura fibra Sylvapen. Curiosas vueltas de la vida: décadas más tarde, tendría la suerte de publicar un cuento en la revista “Salvaje Sur”, cuyo exquisito diseño en A5 es lo que en vano yo anhelaba lograr en aquel libraco tamaño oficio.

Juego. Marcelo Gobbo, de niño, con su abuelo Carlos, en Córdoba.Juego. Marcelo Gobbo, de niño, con su abuelo Carlos, en Córdoba.Poco después, mi abuelo me regaló su Remington. No, no una escopeta, sino una máquina de escribir. Como si con su robusto peso no bastara, vino acompañada por un escritorio que él mismo fabricó con madera y fórmica y que duró hasta el final de mi secundaria. Pasaba tanto tiempo frente a ese milagro mecánico que mi madre tenía que obligarme a salir para hacer algún deporte -duré muy poco tiempo en todos ellos, solo en natación perseveré más- y todavía hoy una tía me llama cariñosamente “Tiquitiqui” por el ruido que salía de mi escritorio. Durante mi niñez y adolescencia, usé la Remington para escribir todo: trabajos prácticos, cuentos, poemas, un par de obritas de teatro y hasta una novelita que ganó un intercolegial (ojalá haya sido amorosamente olvidada).

El tercer obsequio fue una cámara de fotos Joya con cuerpo de plástico negro. La recibí para Reyes, en Villa Carlos Paz, durante unas vacaciones. Fue mi primera incursión en el mundo de las imágenes (debí esperar unos años a que mi padre me prestara y, ¡por fin!, me regalara la cámara 8mm para filmar). Aquellas primeras fotografías que tomé con la Joya fueron mi iniciación a la luz, al encuadre y al celuloide.

Familia. Marcelo Gobbo con su abuela materna y su esposo, Carlos.Familia. Marcelo Gobbo con su abuela materna y su esposo, Carlos.Sin embargo, la pasión por el cine empezó poco después y mi abuelo Carlos también dejó su huella en mi cinefilia, de modo que podríamos hablar de un cuarto regalo que no por inmaterial tiene menos valor que los otros: nos llevaba a mi hermano y a mí, de chicos, a las matinés continuadas de cines de barrio, en especial al Parque, en Villa del Parque -donde años más tarde iría en grupo, viernes por medio, con mis compañeros y amigos del aula-, sala donde juntos vimos decenas de películas. Recuerdo, en especial, dos programas dobles: “Shane el desconocido” con “Papá soy yo” y “Batalla por el planeta de los simios” con “El factor Neptuno”.

Mi abuelo Carlos murió cuando yo todavía era un adolescente. En el poema 10 de mi librito “El repliegue” intenté hablar sobre ese final sin caer en sentimentalismos, pero sospecho que no lo conseguí.

Miguel Ángel Viola

Mi entrada a la narración llegó cuando yo cursaba segundo grado y está vinculada a la música y a la amistad. Un nuevo compañero de aula había escrito una composición que me había parecido extraordinaria y yo me dije: «si él puede, yo también» (ese voluntarismo coincide con la primera mastectomía de mamá; no debe ser casual). La tapa del disco “Cantan Los pollitos” me sirvió de inspiración y entregué mi composición a la señorita Nora con la esperanza de haber alcanzado o, más aún, superado al recién llegado.

No recuerdo qué escribí ni cuál fue la devolución, pero aquel recienvenido, José María Perazzo, es hoy uno de mis mejores y más antiguos amigos, un gran escritor inédito y un traductor extraordinario que da muestra de su genio en el blog letras cantables y en el disco de Vera Cirkovic con Lito Vitale, “Vera canta Barbara”.

No obstante, recién en sexto grado mi escritura captó la atención de alguien «con autoridad». Y eso fue gracias al famoso grillo de Nalé Roxlo que nos leyó el maestro Miguel Ángel Viola, sobre el cual tuvimos que escribir (sí, otra vez) una composición.

Se me ocurrió reemplazar la redacción clásica por un poema: nunca antes lo había intentado y quizás eso fue lo que más asombró al docente. Su devolución fue laudatoria y me instó a seguir escribiendo poesía. Claro, yo ignoraba que Viola era poeta, había codirigido los “Cuadernos del Alfarero” y tenía una bibliografía que iba de libros de cuento y poesía para niños a publicaciones en la revista Sur y poemarios para adultos de intenso aliento místico-existencialista; es más: todo eso lo ignoré hasta que lo busqué en internet a fines del siglo XX, con la idea de incluir algo de su autoría en una publicación online.

Tuve la suerte de que Viola volviera a ser nuestro maestro en séptimo grado. En esa ocasión nos ayudó a armar un «semanario mural» (una cartulina sobre una plancha de telgopor en la que papeles pinchados con alfileres servían de soporte para chistes, citas y dibujos) titulado “El chismógrafo”, nos introdujo en la obra de Horacio Quiroga, Ray Bradbury y Edgar Allan Poe y siguió alentándome a escribir en prosa y verso. Cuando yo ya había terminado la primaria y él no tenía ningún motivo laboral para hacerlo, continuó insistiendo con eso de «Gobbo, ¡no abandones la escritura!», enunciado mientras con las manos pretendía domar los pelos rebeldes que le rodeaban la cabeza y le daban un aura de profesor loco.

Su empuje fue fundamental para empezar a sentir que algún día podría convertirme en escritor y para entender que, para serlo, primero tenía que ser un buen lector.

Puelles y el librero

En 1979 yo cursaba el primer año del bachiller en un colegio religioso de Villa Devoto. El profesor de Castellano se llamaba (¿Luis?) Puelles y una mañana nos leyó un cuento que me emocionó sobremanera. Volví a casa y le pedí a mi madre dinero para comprar el libro que incluía al cuento, con la excusa de tener que llevarlo a clase, y me fui a recorrer las librerías de la calle Cuenca en su busca, solo con el título del cuento y de su autor: en cada una de ellas me miraban como si preguntara por una edición facsimilar del borrador de El Quijote o, peor aún, de un libro y un autor solamente conocidos al otro lado del cosmos.

Desalentado, fui a tomar el 24 para volver a casa. A metros de Cuenca, sobre Nogoyá, descubrí una librería a la que nunca había entrado. «No pierdo nada», pensé.

Libros viejos y en saldo se mezclaban con novedades editoriales sobre una mesa central coronada por cajones donde se agolpaban revistas de canje. Contra las paredes laterales, unos anaqueles contenían varias filas de ejemplares reconocibles por sus lomos. Al fondo, detrás de un escritorio, un hombre, que me pareció más viejo que mi papá, leía un volumen forrado en papel madera. Mi mirada se fijó, de inmediato, en las publicaciones de Minotauro que se sucedían en la mesa central, tanto por reconocer el nombre de Bradbury como por el arte de las tapas.

-Hola, ¿buscás algo en particular? -me preguntó el hombre.

-Sí, un libro de Álvaro Yunque, el que tiene el cuento Pucho.

El hombre entrecerró los ojos, hizo una pausa y preguntó:

-¿Y quién te pidió ese libro?

Le conté que lo habíamos leído en clase.

-¿En clase? -dijo, con un tono que estaba a mitad de camino entre la sorpresa y el escepticismo-. ¿Y a qué colegio vas?

No sé si en ese momento me llamó la atención el cuestionario o si fue mi madre quien me lo señaló cuando se lo conté más tarde. De todos modos, le contesté. Recibí un «ahá» como única respuesta.

Con parsimonia, el hombre abandonó su lugar y se encaminó a la entrada. Asomó la cabeza fuera del local, miró hacia ambos costados y volvió a ingresar. Se detuvo frente a uno de los anaqueles y con una mano tomó cuatro libros, de los que estaban ubicados a mayor altura. Para mi sorpresa, había una segunda hilera de ejemplares detrás de los que allí exhibían sus lomos amarillos. En puntas de pie, finalmente, extrajo el libro tan buscado con la otra mano.

-Tomá.

El título era “Barcos de papel” y había sido editado por Plus Ultra en 1974.

Fue el primero de varios libros. Con el tiempo, el hombre se volvió más conversador y menos desconfiado. Ahí compré mi primer Borges (Historia de la eternidad, que incluye esa maravilla llamada El arte de injuriar); él me recomendó a Calvino y le hice caso. Así inicié un camino de títulos y autores, atento a sus indicaciones, pero sometido siempre al arbitrio de mi hedonismo lector.

Luego mis actividades se mudaron al centro y dejé de frecuentar el barrio; más tarde, me mudé. Volví a pasar después de la crisis de 2001 y había una verdulería donde había estado el local.

No fue sino hasta un poco más de un lustro después que terminé de entender todo el complejo y peligroso engranaje que un cuento había puesto en funcionamiento, al enterarme de que Arístides Gandolfi Herrero, que firmaba sus libros como Álvaro Yunque, había estado prohibido durante la dictadura. También otros autores cuyos libros el vendedor -cuyo nombre nunca supe- tomaba de esa segunda hilera, oculta en los anaqueles más altos, para recomendarme. Y recién entonces comprendí el recelo de ese hombre ante un púber que buscaba, en pleno 1979, un libro y un autor censurados.

¿Sabía Puelles que la circulación de ese texto no estaba permitida en esos años? De ser así, ¿cómo se había animado a cruzar esa grieta del sistema desde un colegio privado religioso? Tal vez sin saberlo, ese profesor me había invitado a recorrer un sendero de lecturas clandestinas guiado por un librero de buen gusto y mucha intrepidez, lo cual me llevaría a revisar los vínculos de mi historia en la Historia de mi país desde una óptica totalmente distinta a la que me habían inculcado. Otro profesor, pero de Historia, también había indicado el rumbo: Zalloco nos decía que no confiáramos ciegamente en los manuales e investigáramos las fuentes, los documentos.

Cada una a su manera, estas personas notables nutrieron al lector-escritor y al cinéfilo-realizador de mi adultez.

Otras alimentaron al melómano-músico.

Y otras, al amante-amado.

Pero esas son otras historias.

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Marcelo Gobbo, escritor y realizador audiovisual, publicó “Contra la fatiga del arte” (ensayo), “Mini” (microficción), “Bodega” (novela), “Nombres propios” (no-ficción), los libros de cuentos “Barbarie y civilización”, “De la misma madera” y “Restos culturales” y los de poesía “El humo de la noche” (ilustrado por Viviana Errecalde), “El repliegue” y “La necesidad de los vivos”. Obtuvo más de treinta distinciones, entre ellas el Premio Único de Cuento en los Juegos Florales Hispanoamericanos 2015 y el Premio Internacional de Cuentos Juan Ruiz de Torres 2022. Melómano incurable, hace música en el dúo Monferrato/Gobbo. Vive en San Martín de los Andes, donde su familia ya no aguanta más sus chistes malos.

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