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Dilemas que provoca la inteligencia artificial

El director ejecutivo de Nvidia, una de las empresas de vanguardia del mundo digital, fue crudamente al grano: “Si no aprendes a usar la inteligencia artificial serás reemplazado por una persona que lo sepa”.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha confirmado que nadie que quiera tener un futuro asegurado puede desentenderse de los efectos de la revolución tecnológica en todos los órdenes del planeta. Ha dicho que a esta altura no menos del 25% del empleo mundial se concentra hoy en ocupaciones potencialmente afectadas por la IA y que un 3%, o algo así como 115 millones de puestos de trabajo, corren riesgo de automatización.

No todas son malas noticias, precisamente. En todo tiempo el hombre supo generar nuevas ocupaciones desde que la máquina se encargó de hacer tareas que antes se hallaban a su cargo. Son millones, por ejemplo, las personas que trabajan a diario en el entrenamiento de los algoritmos de machine learning (o de aprendizaje automático) que hacen posible las herramientas de la inteligencia artificial generativa.

Los sistemas que potencian los modelos de lenguaje de gran tamaño como ChatGPT actúan sobre bases gigantescas de datos, con entrenamientos masivos sobre enormes corpus lingüísticos, de números y de imágenes. Esa tarea recae sobre millones de seres que se encargan de la clasificación y etiquetado sin los cuales todo ese conocimiento acumulado carecería de la sistematización indispensable para la comprensión de los usuarios.

Por tomar una, entre los cientos de definiciones de IA, digamos que la Comisión Europea la define como un sistema de software, y ocasionalmente de hardware, que utilizan modelos simbólicos para razonar y aprender mediante modelos numéricos, y adaptan su comportamiento en función del análisis de cómo se ve afectado el entorno por sus decisiones. La IA es aquella que puede imitar por completo todas las capacidades relacionadas con la inteligencia.

El año próximo se cumplirán setenta años de la famosa conferencia de Dartmouth College, en que un grupo de científicos relevantes -entre ellos John McCarthy (Darmouth), Marvin Minsky (Harvard), Nathaniel Rochester (IBM) y Claude Shannon (Bell) discutieron durante dos meses sobre lo que pocos sabían de verdad en sus honduras hasta allí: el tema de la inteligencia artificial. Y estudiaron, así, cómo hacer para que las maquinas fueran capaces de utilizar el lenguaje, formar abstracciones y conceptos, y resolver problemas hasta entonces reservados a la inteligencia humana.

Fue un punto de partida formidable. Ocho años más tarde entraba en funcionamiento el primer asistente virtual, conocido como Eliza. Ha sido tal el desarrollo de esta tecnología que cualquier teléfono celular de los que están hoy en manos de un chico tiene una memoria de no menos de 100.000 veces mayor que la de Eliza, la memorable pionera.

El punto crítico de este desarrollo, que marca un antes y un después en la historia humana, es de saber qué haremos cuando la IA esté a un paso de adquirir conciencia y establecer sus propios objetivos, no los que el hombre le ha dictado, como ha sido hasta aquí. Se sabe que Sam Altman, el creador de ChatGPT, dijo a Donald Trump, antes de asumir este su investidura en enero último, que los Estados Unidos alcanzará una inteligencia artificial de nivel humano durante su presidencia, que vencerá en 2029. En términos históricos eso es mañana.

El funcionamiento de tales instrumentos no deja de asombrar por logros que muchos consideraban inimaginables hasta poco tiempo atrás, pero que no son perfectos: están plagados de errores fácilmente perceptibles por quienes los usan. La mente humana, dicen los expertos, se expresa de modo más eficiente y elegante, y puede operar con pequeñas cantidades de información porque no busca inferir, como objetivo esencial, correlaciones brutas entre actos, sino crear explicaciones. Ocurre todavía con alarmante frecuencia que los chats de la inteligencia artificial operativa se entrenan con textos de la web que contienen errores y, por lo tanto, las frases que generarán también arrojarán informaciones falsas o engañosas.

De todos modos, la Real Academia Española (RAE) ha dicho que las aplicaciones de la inteligencia artificial abren un horizonte tan revolucionario para el uso de la lengua que la ha llevado a ella misma a entrar en una nueva vida institucional después de más de 300 años de existencia. Eso obliga a la RAE a estar atenta a la necesidad de que se creen límites prosódicos y éticos en la utilización de la IA, teniendo en cuenta que la lengua es la materia de que está hecha toda la cultura humana.

Nada se diga entonces de la generación de fake news y deepfakes, aparte de los errores en escala significativa que se originan con estas tecnologías y cuya gravedad se percibe de forma notoria en medio de procesos electorales como los que vive la Argentina por estos días. No pasará mucho tiempo, han dicho los académicos de la lengua, antes de que los traductores automáticos intermediarán de modo simultáneo en las conversaciones entre individuos de diversas lenguas en una suerte de final de Babel.

El lenguaje está directamente relacionado con los derechos individuales, como en las cuestiones de género, y con los derechos nacionales que bregan por la preservación de las diferencias identitarias que provienen a veces de arraigos milenarios. A eso debe agregarse, como dato de rigurosa actualidad, que hoy circulan por la web 1271 sitios de información global producida en un 100% por inteligencia artificial, sin supervisión humana.

Se trata de un fenómeno que a menudo se expresa con errores en los títulos y tiene, se comprenderá, más errores de los admisibles en sus textos. ¿Qué hacen, pues, como primer paso los usuarios al advertir que pueden estar siendo mal informados? Acuden a las fuentes en que se puede confiar. O sea, a los profesionales de la información, a quienes encuentran en marcas debidamente reconocidas por la seriedad de su información.

Todo esto explica que la Organización de las Naciones Unidas haya vertido una serie de principios de alcance global a fin de asegurar en lo posible la integridad de la información. El más indiscutible es que los medios de comunicación que se expresen por la web sean independientes y con vocación por el pluralismo de las ideas; o sea, libres y tolerantes.

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