Afortunadamente la cuestión del nivel y eficiencia del gasto público está ahora en el centro de la discusión económica de la Argentina, después que durante mucho tiempo gran parte de nuestra sociedad y de los líderes considerara al tamaño y contenido del gasto del Estado como algo “bueno” por definición.
Esta discusión no es nueva. Como ejemplo, a mediados de los años 80, siendo muy jovencito -para que conste en actas- formé parte del equipo que desde la Fundación FIEL encaró un enorme estudio con propuestas para la reforma del Estado resumido en un libro cuyo título no requiere explicación. “El fracaso del estatismo”.
Traigo este recuerdo a colación porque si después de leer estas líneas, algún trasnochado pretende acusarme de “estatista”, le podría contestar, como muchos otros colegas, injustamente atacados, y en homenaje a Beatriz Sarlo: “conmigo no…”.
Se puede dividir al gasto público, con la arbitrariedad que siempre generan las clasificaciones, en dos categorías: el gasto en transferencias y el gasto correspondiente a la provisión de bienes públicos.
En el primer caso, el Estado funciona como una billetera electrónica, recibe fondos provenientes de los ingresos tributarios y otros ingresos, y los destina, restando algún “cargo por administración”, a pagos de jubilaciones, subsidios, etc. Podríamos llamar a este tipo de gastos, simplificando, el “gasto Caputo”, porque se trata de un gasto que responde a decisiones políticas del Ejecutivo (como no tenemos presupuesto votado por el Congreso, no se han “revelado” las preferencias de los diputados y senadores).
En la segunda categoría entran las erogaciones que realiza el Estado cuando se trata de proveer bienes públicos, incluyendo además de los obvios, la infraestructura básica, y también “trámites”, registros y/o controles necesarios para el mejor desenvolvimiento de la sociedad y en la relación de los argentinos y sus empresas e instituciones con el resto del mundo.
Se trata de erogaciones destinadas a cumplir con el papel esencial del Estado.
En el nivel nacional es el “gasto Sturzenegger”, encargado de lograr, junto con los organismos pertinentes, que esos bienes públicos se ofrezcan de la manera más eficiente posible y de eliminar todos aquellos “falsos” bienes públicos creados para defender “quintitas” sectoriales, a veces de buena fe, a veces para disfrazar focos de corrupción.
En este punto, hay que destacar que, por la organización federal, y la descentralización de los 90, gran parte de los bienes públicos básicos lo proveen las provincias y los municipios, en este caso el “gasto Gobernadores”.
En un contexto de equilibrio fiscal no negociable, que comparto, y ante la exigencia de reducir el costo argentino para la necesaria integración competitiva al mundo, el gasto público se incorpora a este paisaje desde dos dimensiones: su nivel -solo un menor gasto permite, en el corto plazo, bajar impuestos sin afectar el equilibrio fiscal- y la calidad y eficiencia en la provisión de bienes públicos, para generar la parte del shock de productividad que depende del “afuera” de las empresas.
Estamos frente a dos desafíos, el de tener un Estado más chico, y el de tener, simultáneamente, un Estado capaz de proveer bienes públicos de calidad al menor costo.
En el 2024, el 65% de la reducción del gasto público nacional correspondió al Gasto Caputo.
Ajuste en los subsidios económicos -suba de tarifas-; en las jubilaciones; en las transferencias a provincias y algo en universidades y gasto social. El otro 35% corresponde a menos fondos para obra pública -aunque aquí hay una zona gris, entre obra pública necesaria para la provisión de infraestructura y gasto en obra pública no justificado- menores gastos en personal, menos organismos, etc. Habría que calcular, además, el ahorro en gasto privado por la eliminación de trámites y registros inútiles, tarea titánica si las hay.
Si se proyecta el 2025, el margen que queda para continuar achicando el gasto Caputo es bajo. Se seguirán reduciendo los subsidios económicos -si el contexto electoral lo permite, dejando solo la tarifa social- pero las erogaciones en jubilaciones ya no caen -de hecho suben- y están en un piso el resto de las transferencias.
Por lo tanto, en el nivel nacional, el desafío es para el gasto Sturzenegger. Lograr bajar el costo del Estado proveedor de bienes públicos y simultáneamente elevar su eficiencia.
Aquí hay que cuidar dos aspectos: uno vinculado al capital físico y otro al capital humano.
Respecto del capital físico, hay obras de infraestructura urgentes e imprescindibles para una economía en crecimiento, muchas las puede hacer el sector privado con financiamiento privado, pero algunas necesitan financiamiento público y todas requieren un diseño de política pública que maximice la competencia, dónde se pueda y minimice los costos.
Del lado del capital humano, hay que procurar que se queden trabajando en el Estado los mejores funcionarios y no los peores, y hay que asociar trabajo con tecnología, de manera de facilitarle la vida a los ciudadanos y agilizar trámites (entre otras cosas, el Estado nos sigue usando de “cadete”, pidiéndonos en un organismo que le llevemos datos que están disponibles en otro organismo). Pero incorporar tecnología e infraestructura, e ir a una digna escala salarial meritocrática implica, en el corto plazo, la necesidad de más recursos que hay que ahorrar de algún otro lado.
Dejé para el final, el gran problema del gasto público argentino.
Como ya mencionara, la provisión de la mayoría de los servicios públicos básicos está bajo la responsabilidad de los gobernadores.
Por lo tanto, se requiere en forma urgente encarar la reforma en la relación fiscal nación-provincias. Sin estados provinciales con administraciones austeras y eficientes, que mejoren la infraestructura, los servicios de salud, justicia, seguridad y, sobre todo, la educación para el siglo XXI, al menor costo posible, será difícil lograr el shock de productividad y el incipiente cambio de régimen no será viable.
La Argentina enfrenta un horizonte de tipo de cambio real bajo, por un abuso del ancla cambiaria en la coyuntura y porque, estructuralmente cuando al país le va bien, el tipo de cambio real es más bajo que cuando hay clima de fin del mundo. Esquema amenazado por el escenario global y regional.
Pero el tipo de cambio real mide, en realidad, la relación entre el precio de los bienes comerciables internacionalmente que compiten con el mundo y el precio de los servicios, con muy poca o nula competencia y dónde el Estado es el gasto en “servicios” principal. Cuanto más bajo y eficiente sea el gasto público más alto será el tipo de cambio real.
Por lo tanto, no se trata solo de destruir este Estado, se trata de construir OTRO Estado.
Para un éxito duradero del programa económico, esta construcción será la clave.